Ayer
hizo calor, mucho calor. A media tarde, mientras volvía a casa en
bici, el sol caía con fuerza, casi con tanta fuerza como de la lluvia que
caería tres horas más tarde.
A
las ocho de la tarde se levantó una ventolera considerable, parecía que los
toldos de las ventanas iban a salir volando como la cometa de un niño al que se
le hubiera escapado el hilo. Cinco minutos después el viento dejó paso a los
truenos y, en seguida, empezó a llover. Empezaron a caer unos cuantos
goterones, despacio, como esperando a que la gente se refugiara; al
poco la lluvia arreció. Se levantó ese agradable olor de las tormentas de
verano, luego granizó, no mucho, bolas chiquitinas, como perlas de un collar
que se rompiera; más truenos y riachuelos de agua recorriendo las calles hasta
desembocar en el sumidero más cercano.
Ayer
llovió cuánto quiso. No fue mucho, apenas media hora, lo suficiente para
refrescar el ambiente y aliviarnos del calor. Ayer llovió cómo quiso. En todas
las direcciones, se me mojaron los cristales de todas las ventanas, los del
patio, los de la fachada, los del lateral.
Fue
una hermosa tormenta. Los coches dejaron de circular y yo interrumpí mi lectura
para ver llover. Fue el mejor acontecimiento del día. Digno de interrumpir una
lectura y de hacer una breve reseña escrita.